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¿Realmente sabes escuchar tu corazón?


Escuchar el corazón no es tarea fácil. Conozco muy pocas personas que entiendan el lenguaje oculto de los latidos. Sí, hay muchas frases motivadoras que intentan convencernos de que hay una voz ahí dentro que nos habla, que nos guía. Perdonadme si os decepciono: esa voz no es el corazón. Quizás podríamos compararla con el subconsciente. Aunque yo creo que eso que oímos somos simplemente nosotros mismos escuchando, de una vez por todas, nuestra propia voz.

El subconsciente tiene voz, pero no sigue necesariamente una gramática. No podemos llegar a descifrar o conjugar una frase desde el subconsciente, ya que este tiene sus propias reglas gramaticales que nuestro cerebro ha aprendido a descodificar e interpretar, transformándolas en una forma lingüística o en una sensación comprensible para nosotros.

Pero el corazón no tiene voz, ni se comunica por un vocablo humano. El corazón se comunica por impulsos de sangre que producen una vibración sonora. Es una especie de código morse en una lengua muerta que, además, nuestro cerebro ha aprendido a ignorar. Imagina vivir escuchando constantemente los latidos de tu corazón; sería como escuchar a alguien de otro planeta gritar. Sabríamos que está pidiendo ayuda, pero no seríamos capaces de entender qué necesita. Por eso el cerebro prefiere ignorarlo por completo. No podemos escuchar los latidos del corazón en nuestro día a día. Podemos sentirlos, sí; basta con poner la mano en el pecho y ahí están, pero ¿qué nos están queriendo decir?

Entender el lenguaje del corazón va más allá de nuestra capacidad lingüística.

Cuando era pequeña, amaba meterme en el mar, nadar hasta donde dejaban de romperse las olas, a más de veinte metros de la playa, donde las sombrillas parecían tan diminutas como un grano de arena. Sin saberlo, ya empezaba a practicar la escucha activa de mi corazón. Cuando me alejaba lo suficiente, tras minutos nadando y derrochando energía, aún jadeando, me era casi imposible mantenerme a flote. El agua salada entraba por mi boca, y mis piernas se hundían bajo mi cabeza, como si mis pies pesaran tres veces más que cuando había entrado al mar. Intentaba quedarme a flote acumulando aire en las mejillas, como una boya, ayudándome con las manos, que no dejaban de aletear.

Me hundía.

En ese momento, el cerebro empezó a funcionar más rápido que nunca, calculando todas las posibilidades para no hundirme. Y entonces el cerebro, el organismo más potente y misterioso del ser humano, el único que podemos comparar con la magnitud del universo, ordenó a los brazos a aletear con más fuerza.

Me hundía aún más.

Menos mal que la inteligencia que nos hace ser seres superiores al resto de los seres vivos aún conserva, en el fondo de su ser, un ápice de un impulso que nos hace iguales al resto de los seres vivos: la supervivencia. Un impulso que nos obliga a actuar, sin escuchar al cerebro. Inmediato, infalible, inequívoco.

¡Qué bonita incongruencia! Saber que lo único que nos puede salvar en situaciones extremas es el impulso que nos hace ser igual a un mono, o a un pez, incluso a una mosca.

Sin saber por qué, mi cerebro dejó de funcionar; dejé de aletear, dejé de intentar no hundirme… y mi cuerpo se sumergió un metro bajo el mar... y entonces, comencé a flotar.

Por fin pude respirar.

Boca arriba, como la pluma de una gaviota, dejé de sentir el peso de mi cuerpo. El agua entró en mis oídos y el sol contrajo mis pupilas. Si me movía, si intentaba hacer algo para salvarme, me hundía. El instinto ya sabía que, si dejaba de aletear, flotaría, pero mi cerebro y yo desconocíamos esa información.

Recuerdo que simplemente dejé de existir: fui el mar, las olas, el sol, la sal. Y pude escucharlo por primera vez:

¡Pum, pum! — ¡Pum, pum! — ¡Pum, pum!

Esa fue la primera vez que pude entender que era imposible comunicarse con el corazón en un momento de calma; que no existen meditaciones, ni conversaciones internas, ni gurús que puedan descifrar el idioma del corazón.

Solo en momentos de supervivencia es cuando el corazón se activa, y no nos guía: nos impulsa a actuar.

No puedes controlarlo, no puedes predecirlo. Solo puedes ser consciente de que está ahí, esperando el momento exacto para ponerse en contacto con nosotros, como un paracaídas, nos da la seguridad de saltar por un precipicio, confiando en que se abrirá en el momento justo para salvarnos la vida. ¿Podemos asegurar que se abrirá? No.

Y aun así, saltamos.

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